Título: La Virgen se echó y no se mató |
Esta es una de esas oraciones que los niños rezaban motu propio, sin que ningún adulto se la hubiera enseñado. Es la poética religiosidad infantil de la que nos habla Fernán Caballro en Un servilón y un liberalito o Tres almas de Dios:
«¿Por quién han sido compuestos estos primeros tartamudeos en el arte de la versificación? ¿Qué oído adivinó la cadencia del metro? ¿Quién les enseñó esas primeras nociones tan puras y graciosas de las cosas terrenas y divinas, que expresan esas producciones populares e infantiles? No pueden ser personas mayores, porque no hay entendimiento maduro que retroceda y se inculque la inocencia ignorante, ni el candor inmaculado. Así, pues, ¿no es más fácil suponer la precocidad de sentimiento y de imaginación, que haría a la ignorante niñez acertar por intuición algunas nociones de las cosas que aun no están a su alcance? Decida esto un filólogo amante de los niños, de la poesía, y de las cosas sencillas; a mí me basta admirar y enternecerme. ¡Ay los niños y las flores, estrellas de la tierra que alegran y engalanan! ¡quién los hiciese diputados, legisladores, ministros, para que rigiesen el mundo a su antojo!…» (Un servilón y un liberalito o tres almas de Dios, Establecimiento tipográfico de don F. de Página. Mellado, Madrid, 1857, página 88).
En los juegos cerca de El Castillo de Aguilar los niños se atrevían a tirarse desde un tejado hasta un montón de estiercol y para conjurar una mala caída decían aquello de:
La Virgen se echó
y no se mató,
yo me echaré
y tampoco me mataré.
Después de haber caído en el montón de ciemo (fiemo, estiercol) también debían librarse de los males que les podían esperar en casa y antes de llegar al pueblo se lavaban en las fuentes cercanas.