Título: La romería a San Juan de Agriones |
La romería a la ermita de San Juan de Agriones se celebraba el domingo de la Trinidad, el siguiente al domingo de Pentecostés, lo que equivale a cincuenta y siete días después de pascua de Resurrección.
Se trataba de un día primaveral que congregaba a todos los pueblos y aldeas de Santa Engracia de Jubera y a donde acudían otras aldeas de Las Alpujarras riojanas en un ambiente de jovialidad.
La ermita -hoy en ruinas- estaba ubicada en término de Bucesta. Se respetaba el espacio simbólico dedicado a esta aldea. Al llegar al término de Lleca Lázaro -desde donde se divisaban los caminos de la comarca- se esperaba a que llegasen las comitivas de todas las aldeas. Después de “besarse” los pendones, proseguía la romería con los de Bucesta siempre por delante:
Ande Bucesta la primera
y los demás en reglitera.
La imagen de San Juan de Agriones fue muy venerada durante siglos. Hoy se encuentra en el Museo de La Rioja inventariada con el número 470. En el siglo XVIII vivía en ella un ermitaño y acudían allí muchos padres a curar a los niños que nacían con hernias. Así lo contaba el geógrafo Tomás López:
«…mui milagrosa para curar las quebraduras de los niños…, los cuales acudían procedentes de diferentes lugares, para untarlos con el aceite de la lámpara que pendía delante del santo, …que a echo prodigios…».
Ruinas de la ermita de San Juan de Agriones. Fotografía: Wikiloc de JRojo
Bibliografía:
- María Teresa Alvarez Clavijo, “La vida en La Rioja a finales del siglo XVIII a través de la encuesta del geógrafo Tomás López” en Sobre la Plaza Mayor, Museo de La Rioja, Logroño, 2004.
- José Gabriel Moya Valgañón (et al), Inventario artístico de Logroño y su Provincia, Ministerio de Cultura, Madrid, 1975.
La romería a San Juan de Agriones contada por Daniela Caceo García, natural de El Collado
Daniela Caceo, una collaguda amante de su pueblo y de las costumbres de la comarca, dejó anotado en el año 2003 cómo se celebraba la romería. Son recuerdos de su infancia cuando, con menos de diez años, allá por los años treinta del siglo pasado, participaba en ella. Estas son sus palabras:
«La ermita de San Juan estaba en el monte Haidofrío, a media hora de Bucesta y a una hora más o menos de Reinares, Santa Marina, El Collado y Santa Cecilia; a Soto en Cameros hora y media.
Hace como ciento doce años, según me contó mi abuela Santos, ella vino a El Collado, de Valdeosera, cuando se casó con mi abuelo Tomás; tendría como veinte años. Me dijo que cuando iba a Soto al mercado que había todos los sábados, vivía en San Juan un ermitaño que tenía cabras y llevaba a vender la leche a Soto; también tenía dos fincas pequeñas: las llamaban las piezas del Santo; pero que después de conocerlo ella estuvo como dos años. Así que ése fue el último ermitaño que vivió en San Juan.
El domingo de la Santísima Trinidad era la romería. ¡Con qué ilusión lo celebrábamos! Las de Bucesta eran las que limpiaban la ermita y la casa y cuidaban que todo estuviese a punto para ese día: el vestido del Santo, las albahacas… No sé cómo las cuidaban; son las más bonitas que he visto; tenían un olor especial. Además de las flores que ponían en las andas de llevar a San Juan en procesión, ponían cuatro ramos de albahacas; ésos los ponían un poco antes de la misa, así estaban tan frescas y conservaban el aroma.
De El Collado salía la procesión: el sacerdote, los monaguillos, el alcalde y los que estaban preparados para esa hora. Se llevaban dos pendones, uno rojo y otro blanco, y una cruz de plata.
Desde que salíamos de la iglesia hasta que llegábamos al barranco, ¡qué bandeo de campanas! Cuando paraban las de El Collado empezaban las de Bucesta; ésas tenían el sonido más suave. Los pendones, cuando salíamos del pueblo se cargaban en un macho. Había una hora de camino. En Bucesta se cargaba otro pendón blanco y se unían los que iban a la romería.
Para cuando llegábamos al alto ya íbamos muchos. Se descargaban los tres pendones y se ordenaba la procesión. Era emocionante. Cuando llegábamos a Lleca Lázaro, por donde tenían que subir Santa Cecilia y Santa Engracia, se paraba, y si ellos subían antes tenían que esperar; pero eso no pasaba, siempre subían más tarde. “Mira —solía decir el que mejor vista tenía–, ya asoman por Revilla Cruz; en diez minutos están aquí.” (Eso se calculaba a ojo.)
De Lleca Lázaro a la ermita es un monte de robles muy frondoso: yo así lo recuerdo; la hoja muy verde recién salida. El camino que corta el monte tenía como un metro de ancho; lo limpiaban los de Bucesta a veredas. Solían decir: “Lo hemos dejado que parece una carretera.” Y tanto a un lado como a otro, muy separados, se veían unos conos o pirámides en pequeño; algunos medirían casi un metro de alto: eran hormigueros; parecía que alguien los hubiese puesto para adornar el monte.
Por fin llegaban Santa Cecilia y Santa Engracia. Subían un pendón rojo y una cruz de plata parecida a la de El Collado. Se juntaban las cruces y los pendones como saludándose y se ponía en marcha la procesión: primero los cuatro pendones, dos rojos y dos blancos; los sacerdotes con las cruces, los monaguillos vestidos para la ocasión, las autoridades de los cuatro pueblos y los romeros todos cantando. Los rayos del sol se filtraban entre los robles y todo adquiría un brillo distinto.
Era una estampa única, inolvidable; es la procesión más bonita que he visto. La procesión, cuando salía San Juan ya había señoras con sus niños pequeños para pasarlos por debajo de las andas, y a veces algún enfermo. Se tenía mucha devoción a ese santo. Se rodeaba una finca pequeña y se volvía para terminar la misa.
La mayoría se quedaba fuera; la ermita era pequeña para tanta gente. Además de los pueblos cercanos subían de Ventas, Lagunilla, Ribafrecha, Soto, etc.
Se llenaban las praderas de corros de amigos y familiares sacando las fiambreras con tortillas, jamón, ensaladas, etc.; algunos asaban chuletas. Lo que no faltaba en ningún corro era la bota, que pasaba de mano en mano; así que la Guardia Civil estaba vigilando: siempre había alguien que bebía demasiado. Mi hermana y yo comimos en la casa. Era mi abuelo alcalde y a mi madre le habían encargado guisar dos cabritos. Yo daba mis vueltas por la cocina; me gustaba enterarme de todo. Había tres cocineras: una de Santa Engracia, otra de Santa Cecilia y mi madre. Habían encargado hacer lumbre para que las cocineras pudiesen empezar a trabajar. Se podía asar un ternero con la fogata que había. En una habitación habían puesto unos caballetes, una puerta para mesa, para asientos unos tablones; en la mesa, un mantel muy bonito, y al momento se llenó de platos de chorizo, jamón, queso, aceitunas, ensaladas, un porrón lleno de vino, una jarra de agua…: ¡una mesa de fiesta! En la cocina estaba todo casi terminado. Mi madre retiró el guisado de cabrito del fuego. Una de las señoras dijo:
-Trini, ¿arrimo el puchero para el café?
-Sí, ya se puede hacer.
Sacó de sus alforjones un puchero de dos asas como de tres litros, lo llenó de agua y en seguida estaba cociendo. Retiraron el puchero del fuego, echaron café abundante y cogieron con la tenaza un ascua, le soplaron, y al puchero; lo taparon: ya estaba el café. La señora de Santa Engracia, a quien le gustaba que todo estuviese perfecto, dijo alarmada:
-Se me olvidó la manga de colar el café.
Mi madre, que estaba acostumbrada a arreglarse con lo que tenía a mano, le dijo:
-No te preocupes, lo colamos con una servilleta.
A los mocetes, como nos llamaban, nos pusieron una mesa en la cocina. Comimos todos en el mismo plato, éramos cinco. La comida, muy buena y abundante. De fruta había melón, sandía, melocotones… Había pastas, rosquillas, bizcocho casero para los mayores… También había licores.
Los señores de la mesa grande ya estaban terminando. Todos decían que había estado todo muy rico, sobre todo el café: era el mejor que habían tomado. Yo pensé que sería el ascua, que era de los robles de San Juan y le dio un sabor especial; pero hoy, que han pasado unos setenta años, creo que fue coba. Ya se la merecían, pues les habían servido una comida digna del mejor hotel y todavía les quedaba recoger la cocina, los cacharros y meter todo en las alforjas. Los señores estaban muy tranquilos conversando y saboreando sus copas de licor, y como era un día grande y casi todos fumaban, había puros. Serían de buena marca, pero en pocos minutos estaba todo lleno de humo y mal olor; las ventanas eran pequeñas.
Nos bajamos a la pradera. Ya estaban cantando y había baile. Además, teníamos que comprar dulces. Mi hermana Quica y yo juntamos el dinero. Yo, cuando vi tanta perrita junta no pude menos de exclamar: “¡Somos ricas!” Pero en nuestro capital no había ni un real de aquellos de agujero, sólo perras gordas y chicas: ¡qué escasos estaban! Compramos caramelos, globos, dos gaitas de caña pintadas de rojo para mis hermanos Auspicio y Justo, que se habían quedado en el pueblo con la abuela, y hasta nos llegó para un cuarterón de almendras. Lo del cuarterón sería porque el cucurucho que las envolvía estaba hecho con un cuarto de hoja de papel de estraza, porque de peso no llegaría a cien gramos. La tendera nos puso todo en una bolsa de papel, y muy contentas se lo llevamos a mi madre, la cual, cuando vio la bolsa nos dijo: “¿Y os habéis gastado todo? ¡Qué poco juicio tenéis!” Pero en el fondo le gustó nuestra compra.
Después de un rato de baile sonó el campanillo. Era hora del rosario y seguido la marcha. Algunos pueblos tendrían casi tres horas de camino. Se ordenó la procesión lo mismo que por la mañana y en Lleca Lázaro se juntaban las cruces, los pendones y hasta otro año si Dios quiere. Los de Santa Engracia y Santa Cecilia se fueron por su camino y nosotros seguimos hasta Bucesta, donde teníamos que hacer una parada. No nos dejaban pasar sin merendar. Eran siete vecinos, así que teníamos que repartirnos dos aquí, tres en la otra casa, porque si alguien se quedaba sin invitados se sentían ofendidos.
Yo he merendado en todas las casas, cada año en una distinta. Si el año pasado merendaste con los Tinos, éste con los Chacotes o con la tía Mercedes, que era prima de mi madre, o con Liborio, que era primo de mi padre y nos quería de verdad. Había que cumplir con todos. En todas las casas tenían casi la misma merienda, además de lo mejor de sus despensas no faltaba una cazuela de caracoles exquisitos. Las cocineras eran muy generosas con el jamón, chorizo y tomate casero que ponían. En las salsas, alguna cocinera se pasaba con el picante. De postre, en unas casas tenían arroz con leche, con canela en rama y espolvoreada, en otras leche frita o natillas adornadas con merengue “bueno”: ¡lo que se dice una señora merienda!
Por fin ya estábamos cerca del pueblo. Cuando llegábamos a las revueltas bandeaban las campanas hasta que llegábamos al pueblo. En la Carejuela esperaban los que no habían ido a la fiesta. Cuando se dejaban los pendones y la cruz en la iglesia paraban las campanas. Íbamos para casa mi hermana y yo. A veces jugábamos a adivinar lo que pensábamos mirándonos a los ojos, pero esta vez no nos equivocábamos, las dos pensábamos lo mismo: ¡cómo nos hubiese gustado que nuestra hermana mayor Teresa, que vivía en Madrid con los tíos, ese día tan especial, tan mágico, lo hubiera pasado con nosotras!
En Logroño, a 21 de agosto de 2003.»