Título: El robo del santísimo sacramento II + La penitencia de don Rodrigo |
El venticinco del mes, de ese que llamamos mayo,
robaron el sacramento, por siempre sea alabado.
Se encontraron a una vieja por las praderas de al lado.
–Señores, no me hagáis mal, yo diré quién lo ha robado,
lo ha robado Francisquito que ahora a nadar se ha marchado–.
Ya traen a Francisquito atado de pies y manos.
–Confiésate, penitente, confiesa bien tus pecados.
–Venticinco muertes hice, más a mis padres y hermanos–.
El confesor, doloroso, cayó al suelo desmayado.
–Padre, no se asuste usted, que este es el menor pecado,
que una hermana que tenía de catorce a quince años,
la mitad me la comí, la mitad la eché al caballo–.
El confesor, doloroso, cayó al suelo desmayado.
–Padre, no se asuste usted, que aún falta el mayor pecado,
que robé en un santo templo a Jesús sacramentado–.
El confesor, doloroso, oyó una voz que decía:
–Échele la penitencia que le sea merecida–.
–Que te metan en un cuarto con las espadas p’arriba.
–Eso no lo quiero, padre, porque yo más merecía.
–Que te metan en un cuarto con siete serpientes vivas
y la más pequeña de ellas siete cabezas tenía–.
El confesor, doloroso, siete veces iba al día.
–¿Qué tal te va, Francisquito, con tan mala compañía?
–A mí me va muy bien, padre, porque yo más merecía–.
El alma de Francisquito ya va subiendo a la gloria,
desde arriba dice a todos respetad la eucaristía.
Una señora de pueblo de 87 años cantando unos versos desafinados en una residencia de ancianos de Logroño, ¿qué interés puede tener esto? Detrás de esa voz cascada por los años que deja en evidencia un problema en sus cuerdas vocales hay una mujer que en sus años mozos cantaba bien, por lo que tenemos que acercarnos a la melodía de este romance con buena dosis de comprensión, la comprensión que nos han dado años de investigación en los que la aparente intrascendencia de unos versos esconde una verdadera joya literaria que ha ido evolucionando a lo largo de los siglos. Es parte de la riqueza del romancero.
Lo que a duras penas canta Antonia es un romance piadoso de los siglos del Barroco español, época en la que tanto se exaltó el sacramento de la eucaristía que el hecho de robar una hostia consagrada o la custodia de la procesión del Corpus que la albergaba era el mayor delito que un alma piadosa podía imaginarse: robar el cuerpo de Cristo e impedir que los fieles devotos se quedaran sin el sagrado sacramento de la comunión.
Francisquito había cometido crímenes horrendos: había matado a veinticinco personas, incluidos sus padres y hermanos; había matado a su hermana y se había comido medio cuerpo. El pobre cura que lo confesaba se desmayaba al oír sus palabras. Pero hubo un pecado mucho mayor que los anteriores: robar una hostia consagrada de la iglesia. El romance es el reflejo de una ideología dominante durante el Barroco: la hostia consagrada era el cuerpo de Cristo. Para los teólogos y sacerdotes en el momento de la consagración se produce la transubstanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Para el pueblo llano que participaba en el banquete celestial el comulgar era tomar un pan divino o un pan del cielo, así queda nombrado multitud de veces en la literatura de la época. Robar la hostia era robar el cuerpo de Cristo, no cabía mayor pecado.
Las penas que le esperaban a Francisquito tenían que ser enormes, proporcionadas a su delito. Él era consciente de ello, tanto que las que le echaba el cura le parecían insuficientes. Hasta que por fin hubo una adecuada: encerrar a Francisquito en una cueva con siete serpientes vivas, la más pequeña de ellas con siete cabezas. El confesor, viendo que Francisquito se había arrepentido, procuraba visitarlo en su cueva para ver cómo llevaba la penitencia. Al final, perdonado de sus pecados, el alma del penitente subió a la gloria.
Todo podía quedar aquí, en un ejemplo paradigmático de los romances de pecados con su penitencia propios del romancero de los siglos XVII y XVIII. A no ser que los versos finales del penitente encerrado en una cueva tuvieran otras resonancias, como así ocurre.
Resulta que la penitencia de Francisquito es la misma que sufrió el último rey godo, don Rodrigo, por la pérdida de España a manos de los musulmanes. Así nos cuenta este hecho el gran filólogo e historiador don Ramón Menéndez Pidal para quien la génesis de la leyenda del rey Rodrigo se remonta a los tiempos visigóticos. Entre los godos de Rodrigo, cristianos fervientes, que se habían refugiado en el Norte.
“debió de nacer la leyenda explicativa del desastre nacional: Vitiza, rey embebido en lujuria y vileza, deshonra a la hija de Julián (el Olián histórico), señor de Tánger y Ceuta, atrayendo sobre España el furor del Cielo. Julián trata con los musulmanes su venganza y facilita el paso del estrecho a Táric. Mientras tanto, Vitiza muere, y su hijo no es recibido por rey, siendo elegido Rodrigo. El nuevo rey junta un gran ejército y sale a combatir a los invasores; pero, por la traición de los hijos de Vitiza, los cristianos son derrotados y toda España cae en poder de los musulmanes.” (página 5)
“La leyenda hostil a Vitiza no podía ser grata a la aristocracia mozárabe, compuesta de hijos o nietos de ese rey, y de clientes y antiguos partidarios de vitizanos; ni siquiera podía agradar a los musulmanes, que, como sabemos, conservaron gratitud hacia los descendientes de Vitiza. Así, preciso es creer que la aventjura de Vitiza y la hija de Julián circuló principalmente entre el pueblo bajo de los mozárabes, mientras entre las clases más altas, más relacionadas con los musulmanes, se atribuyó en seguida la aventura al rey Rodrigo.” (páginas 5-6)
“Necesitamos llegar a los comienzos del siglo XII, esto es, después de la reconquista de Toledo, el gran centro de cultura árabe, para hallar en el Norte la primera mención de Julián. La llamada Crónica Silense, obra, al parecer, de un mozárabe toledano avecindado en León, escrita hacia 1115, aunque repite y amplía la noticia de la lascivia, molicie, pereza e impiedad de Witiza como causa de que Dios enviase sobre España el diluvio sarracénico, atribuye la violación de la hija de Julián a Rodrigo y no a su predecesor. De este modo penetraba en el Norte la leyenda de Rodrigo suplantando definitivamente a la de Witiza.” (página 6)
“…la importancia nacional del tema hizo que la leyenda del rey Rodrigo sobreviviese en prosa, y andando el tiempo llegase a producir una novela de gran éxito que reanimó la tradición poética.” (página 7)
(Ramón Menéndez Pidal, Romancero Tradicional, tomo I. Romanceros del rey Rodrigo y de Bernardo del Carpio, Universidad de Madrid, Seminario Menéndez Pidal-Ed. Gredos, 1957)
En la Edad Media el relato de la caída de España en poder de los moros estuvo muy presente en la mentalidad popular alimentada por varios escritores hispano-musulmanes y cristianos. Los juglares cantaban los romances de la caída de España y uno de los que más éxito tuvo fue el de la penitencia de don Rodrigo. Este romance, con la rima constante en í-a, cuenta que Rodrigo fue encerrado en una cueva con siete serpientes vivas para cumplir la penitencia de violador y, sobre todo, de que por sus hechos hubiera caído España en manos del Islam.
Han pasado muchos siglos desde entonces, tanto como para que la penitencia de Rodrigo ya no esté viva en las canciones del pueblo llano. De tal penitencia no se hacen eco los libros de historia porque no fue un hecho real sino de creación juglaresca y de la imaginación popular. El romance de la penitencia de Rodrigo forma parte de la historia de la literatura escrita, en parte, pero más propiamente de la literatura de transmisión oral. Sin embargo, el romancero que cantaban nuestros antepasados de vez en cuando nos sorprende con joyas como ésta. El robo del santísimo sacramento es un romance de tipo nuevo, creado durante el Barroco y transmitido desde entonces pero el pueblo que lo recreaba, el autor-legión que fue haciéndolo y rehaciéndolo, tuvo en algún momento una ocurrencia feliz: añadir al romance del robo del sacramento con rima en á-o, los versos que todavía en los siglos XVII y XVIII se atribuían a la penitencia de don Rodrigo, con rima en í-a. A este fenómeno lo llamamos contaminación. El resultado de tal fusión no pudo ser más rotundo.
Antonia de El Villar de Poyales fue una de las últimas personas que a nivel nacional conservó memoria de este romance, un solo poema cantado pero que contiene versos de dos cronologías distintas.