Título: El alcalde de Las Alpujarras |
Aunque me veas
con albarcas y piales
soy el alcalde
de cuatro lugares:
Santa Marina, El Collado,
Bucesta y Reinares.
El dicho hace referencia directa a la no tan antigua indumentaria de los aldeanos de la comarca llamada Las Alpujarras riojanas o cameranas, quienes calzaban las humildes abarcas y protegían sus pies con los peales de lana. Incluso el alcalde de esas aldeas llevaba tales prendas. Tenemos una crónica preciosa de un escritor camerano del siglo XIX que nos describe la forma de vestir de los alpujarreños. Una pequeña toalla de lino debía distinguía el vestir del alcalde y los concejales del resto de sus convecinos, en los pocos momentos solemnes que tenían lugar anualmente como las procesiones:
«Los que son concejales o individuos del ayuntamiento ostentan además en las funciones de sus pueblos una toalla de lino blanco atada al cuello y con las puntas muy salientes para afuera.»
El vestir de los alpujarreños
Seguimos con la descripción detallada de su forma de vestir, toda de prendas humildes, acorde con el modo de vida que llevaron los habitantes de unas aldeas a las que hasta no hace mucho tan solo se podía llegar por caminos de herradura:
«Las alpujarreñas de Cameros visten una saya corta de paño pardo burdo, jubón de lo mismo, pañuelo de percal en los hombros y en las puntas metidas dentro del jubón; van calzadas con abarcas y con peales de bayeta pajiza, y su cabeza la cubren con un pañuelito blanco de tres picos. Los hombres visten calzón corto, chaleco largo, chupa y anguarina sin cuello, y todas estas prendas son de paño pardo ordinario; calzan abarcas con peales blancos y cubren su cabeza con una montera de lana color paja seca. «
Pobreza de la comarca
Pero el dictado tópico también nos refiere la pobreza de la comarca que alcanzaba hasta a la máxima autoridad. Tierra dura y de pocos recursos, no ofrecía a sus habitantes más que la posibilidad de sobrevivir. De ello da buena cuenta el citado Bernabé Esapaña, periodista nacido en Soto de Cameros:
«En la parte más elevada de la industriosa sierra de Cameros, existen varios pueblecitos que llaman Las Alpujarras y cuyos habitantes viven en la mayor pobreza. Una casita tal como se presenta a la vista del transeúnte, con las paredes desnudas y los pocos muebles estropeados: una puerta frágil que tiembla al menor golpe del viento: un establo de aspecto triste y miserable, y un tejido cubierto de piedra losa sin la menor armadura de yeso: he aquí diseñada en pocas palabras la vivienda del rústico camerano. Las bestias están allí entre el polvo más infecto, y el corazón del viajero se oprime a la vista de una de aquellas pequeñas mulas o machos, cuyo estado de extenuación y de hambre le hace recordar toda la desnudez de sus dueños.
Después de subir con suma dificultad una escalera de palo, se encuentra ordinariamente a la entrada de la cocina una vieja sentada en el suelo. Es la mujer del dueño de tan mísero albergue. Su rostro presenta un aspecto degradado por la miseria: largas mechas de cabellos grises flotan sobre su cuello amarillo y arrugado como un pergamino; y muda, inmóvil y sentada sobre los talones, dirige una mirada sombría hacia unos cabritos que tiene tendidos a sus pies.
Luego que el viajero penetra en la cocina, advierte delante del hogar en que se consumen algunos pedazos de leña, una especie de criatura humana, masa inerte, cubierta de harapos y comida de piojos, abrumada bajo el triste peso de la indigencia, del oprobio y del dolor. Esta persona es el marido de la anciana que está a la entrada de aquella ahumada habitación. Parece que aún no siente el humo repugnante y denso, cuyas oleadas apenas logran escapar por los agujeros de la chimenea. Muy cerca de él duermen u hormiguean media docena de chiquillos, todos mal vestidos y acostados en tierra sobre algunos montones de paja seca, y a quienes la muerte arrebata por lo regular antes que hayan llegado a la adolescencia; porque su estómago, debilitado por las privaciones, no puede soportar los trabajos y alimentos groseros de la familia, cuando les es preciso renunciar al pecho.
Si a este hombre se le habla, se levanta; la extenuación y el hambre están impresas en sus ojos. Algunas veces se lamenta de la inconsideración del gobierno que le saca mucha parte del sudor de su rostro. Otras veces calla y la apatía y el embrutecimiento son los únicos que se pintan en su semblante, cuya expresión lastimosa y glacial es aún más terrible que la cólera del cielo y la desesperación de la criatura.
Pues bien: tan espantosa como es semejante existencia, este ser humano que no tiene más que sus brazos para mantenerse y para dar de comer a su numerosa familia, se considera muy feliz cuando, al expirar el año, ve que no ha padecido enfermedad alguna, y que se encuentra en disposición de ir al monte a coger leña; porque el sistema prohibitivo no le permite dedicarse a ocupación más provechosa.
Los alpujarreños y las alpujarreñas, desde que amanece hasta que anochece Dios no pone los pies en casa. Tanto varones como hembras hacen los mismos oficios y disfrutan de la misma miseria. Ellos y ellas se van a dar de comer a sus cabras; van a arar con sus bueyes las tierras; marchan al monte a partir leña; se presentan en los pueblos granados a vender el combustible, y adquieren algún dinero despachando en aquellos los huevos de gallina, los quesos y la leche de cabra.
La tierra para sembrar es casi negra y no se cría en ella más que centeno puro, de cuya mies hacen y comen el pan, único manjar que gastan en su alimento diario. Las legumbres que cogen son duras, pero se alimentan con ellas por la noche, pues solo cuando regresan del campo ponen puchero en la lumbre y comen entonces caliente; aceite apenas utilizan en sus viandas, y el vino no lo llevan al campo ni lo beben más que en los días de fiesta. Sin embargo, viven aquellos infelices mucho tiempo y hasta tal edad que dejan de existir casi todos a los 80 y 90 años cabales…
Pasma y admira el que para dos o tres pueblos de las Alpujarras no haya más que un solo cura, un simple barbero desempeñe las funciones de médico y cirujano cuando, y un mal maestro de escuela. ¡Singular contraste! Los españoles que pueblan las solitarias y míseras Alpujarras de Cameros, pagan excesivos tributos y continuos repartimientos; sufren la cruel y odiosa contribución de sangre entregando al Estado los hijos que le son tan necesarios y precisos para el monte y para la labranza como lo es el pan cuotidiano para el sustento de la humanidad. Son menoscabados en sus escasos y pobres productos con el pago de ciertos derechos que tienen que satisfacer cada vez que van a la capital de su provincia, que es Logroño, a vender los huevos de gallina, los cabritos, la leche y los quesos; de cuyos miserables artículos se ven precisados a dejar en la alhóndiga la tercera parte de lo que en sí valen.
¿Y no es dura y terrible semejante situación, puesto que los infelices alpujarreños no pueden sostener ellos solos a un triste sacerdote que en sus respectivos pueblos les auxilie en los últimos momentos de su vida, ni pueden dar el salario correspondiente a solo un médico, ni siquiera a un cirujano, y todavía menos a un boticario?
Solo resta ahora que los hombres que disfrutan de las delicias de los países privilegiados por la naturaleza, formen una idea exacta del cuadro sombrío que presenta aquella comarca en la estación rigurosa del invierno. Hagamos, pues, su pintura. Una fúnebre capuz enluta la tierra: todo parece muerte. Únicamente reinan el frío, la tristeza y el silencio, como si el fin del mundo hubiese ya llegado. Apenas el silbido agudo del cierzo se deja oír de cuando en cuando, para manifestar que la creación de las Alpujarras de Cameros no está enteramente helada y privada de movimiento. Las aguas se hallan cuajadas, y el sol encapotado y sustituido por una luz empañada y cárdena. Solo el alpujarreño queda abandonado a sus propios recursos; y destituido de la tutela de la naturaleza, labra él mismo su suerte.
Si algunas dificultades se tienen que superar, no puede confiar para sostener su vida sino en sus propias fuerzas y en la de sus hermanos: la naturaleza viene a desconocerle. Todos los alpujarreños reunidos en sociedad, no alcanza a contrastar el invierno. Los desampara y los apersona cara a cara con la naturaleza en aquella fría estación. Yacen los desventurados y se ven reducidos como los irracionales y salvajes del Norte, a socavar en la tierra un hoyo donde sepultarse con alguna corta provisión. ¡Qué estado tan trabajoso! Pero aún acaece más. Dejando al alpujarreño entre sus paisanos, le quita adustamente la mejor parte del fruto de sus sudores: le imposibilita en sus afanes provechosos y le priva al propio tiempo de todo auxilio y resguardo. Entonces sí que se presenta acreedor a toda nuestra compasión. Si el invierno, en medio de un país triste, escabroso y despejado de todos sus habitantes y de toda vegetación, parece haberse convertido en el dominio de la muerte; si el invierno, repetimos, en medio de los espantosos desiertos que forma la nieve infunde, a nuestro juicio, los más sublimes conceptos de aniquilamiento y ruina; visto en la vivienda del pobre alpujarreño, ¡no traspasará más hondamente nuestro corazón!»
Bibliografía:
- Bernabé España, «Las Alpujarras de Cameros» en Semanario pintoresco español, Madrid, 1850. El artículo se había publicado casi en los mismos términos en la Guia del comercio, nº 286, Madrid, 23 junio 1847.
- Ernesto Reinares Martínez, Las Alpujarras y los Cameros. Vida e historia en la montaña riojana, Ed. del Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Logroño, 2002.
- Carlos Muntión Hernáez, «Marcos Pous y la etnografía riojana» en revista Piedra de Rayo nº 19, Logroño, 2005.
- Luis Vicente Elías Pastor, «Por el Alto Cidacos en 1967» en revista Piedra de Rayo nº 19, Logroño, 2005.