Título: Romería a la ermita de San Sebastián |
La romería a la ermita de San Sebastián es una de las fiestas principales de El Villar de Poyales y de las tres aldeas vecinas, Poyales, Navalsaz y Garranzo que antiguamente formaban un solo municipio. En los años sesenta del siglo pasado las aldeas fueron absorbidas por Enciso.
La romería se celebra el día de la Pascua de Pentecostés. De lo ritualizado del recorrido nos da fe la toponimia: El Canterito de la Salve es un recodo del camino donde se reza la salve. En el monolito de La Verónica el camino que va de El Villar de Poyales a la ermita de San Sebastián recibe al que desciende de Poyales.
Los cuatro caminos que descienden de las aldeas se juntan antes de llegar a la ermita. En la romería, los pendones de las cuatro iglesias se chocan a modo de saludo pero, tal como nos cuenta un cronista de El Villar, estos saludos, en teoría corteses, acababan en muchas ocasiones escabrosamente:
«Allí donde se juntan, es tradición que las cruces que abren las dos procesiones se saluden dándose un beso supuestamente de paz. Lo cierto es que el saludo se convierte con frecuencia en un fuerte topetazo que deberá dejar necesariamente una de las dos cruces inservibles. Ello conlleva el consiguiente regodeo de la parte vencedora y los firmes propósitos de venganza para el próximo año de la parte perdedora.»
(Adolfo Heras Sánchez, De careo en La Solana, inédito).
Santos, el gaitero de Garranzo, animaba la romería con una tonadilla que hoy ha vuelto a sonar. Al finalizar la misa el sacerdote da a besar una reliquia de San Sebastián.
Otros detalles de la romería nos los ofrece el vecino de El Villar de Poyales, Emiliano Sánchez Miguel, que antes de morir dejó escritos los recuerdos de su pueblo:
«Otra de las fiestas simpáticas era la de San Sebastián que se celebraba el lunes siguiente al domingo de Pentecostés; era una fiesta votiva del ayuntamiento que acudía en romería a la ermita del santo en las afueras del pueblo.
Las cuatro aldeas -Navalsaz, Poyales, Garranzo y El Villar de Poyales- se reunían en cumplimiento de una promesa hecha por nuestros antepasados al soldado mártir; la asistencia era obligatoria, por lo menos una persona por vecino, por lo cual antes de empezar la misa cada alguacil pasaba lista de los vecinos de sus aldeas.
La misa, si el tiempo lo permitía, se celebraba en la galería exterior de la ermita y la gente la oía al aire libre en el prado.
Atadas a cualquier cosa y en cualquier parte se veían por los alrededores las caballerías que para su comodidad traían los romeros y frecuentemente se confundían sus rebuznos con las pláticas del predicador.
Terminada la misa, las fuerzas vivas del ayuntamiento, alcalde, concejales, secretario, los curas, los guardas de montes, la guardia civil y alguno más se reunían en una comida y el pueblo se desparramaba por los alrededores para comer las provisiones que cada uno traía en sus alforjas; después, mientras la juventud bailaba en el prado y los mayores se entretenían a su manera, se rifaba un gran ramo de roscos, terminando la fiesta en el pueblo con baile hasta altas horas de la magrugada, estos ramos eran muy grandes, unos dos o dos y medio metros de alto, de tronco delgado y liso con una airosa copa capaz de colocar ocho roscos en uno, y los mismos más dos piezas, -las manos-, en otro, profusamente engalanados con campanillas y cintas de colores; a este último, para distinguirlo lo llamaban el ramo de la mano.»